Más lejos, más al sur, pero aún en la mitad del mundo.

Cinco de noviembre

Bus Cuenca–Vilcabamba

Día de lluvia.

Me pongo los auriculares solo para proteger mis oídos del gusto musical del conductor y de los gritos de la señora sentada delante, que habla por teléfono con el altavoz encendido.
He decidido quitarme Spotify, pero no tengo ninguna otra plataforma de reemplazo, y debo decir que es extraño experimentar la vida sin un fondo musical constante. En cuanto a estimulación acústica, por lo menos ya no recibo notificaciones del móvil por exposición excesiva al volumen.

Tengo varias lecturas descargadas en el ebook-reader — finalmente me he rendido ante la comodidad de esta avanzada tecnología, después de haber estropeado innumerables libros en innumerables viajes durante estos meses —. Pero he re-aprendido a mirar por la ventanilla, y como consecuencia he aprendido a reconocer todos los matices de los colores del Ecuador: del verde clorofila de la selva amazónica al gris-verdoso del páramo.

Estoy de viaje hacia Vilcabamba, desde Cuenca, donde pasé unos días preciosos con Meri y Sofi.
He decidido seguir un poco más hacia el sur, para aventurarme en un viaje en solitario y experimentar una prolongada intimidad conmigo misma, en esta vida consagrada a la colectividad en la que me las arreglo desde hace años.

Cuenca es un baluarte de Europa, “la ciudad más segura de Latinoamérica”: tomamos el tranvía y el cappuccino, y los pagamos con tarjeta, salimos a bailar por la noche y fuimos andando solitas; conocimos gente de nuestra edad que aún no tiene hijos.
[Tengo un poco de ganas de volver, en realidad.
Aunque allá me espere el invierno, soy feliz. Feliz de volver a dormir bajo las mantas y bajo la melena rubia de un duende que dejé como guardián de una nube.]

A propósito de regresos, me ha vuelto el apetito.
Como si mi  organismo sintiera la metamorfosis, incluso en este verano eterno.
Tengo el cuerpo sensible a las estaciones, la piel sensible a cualquier agente externo, los dientes sensibles a la temperatura, los ojos sensibles a la luz; desde pequeña, mi madre susurraba a los parientes — no sin cierta preocupación en la voz y el ceño fruncido, dos rasgos típicos de mi tierra — que era una niña muy emotiva, justo en el momento en que, puntualmente, rompía a llorar mientras me cantaban la canción frente a la tarta de cumpleaños.

Durante mucho tiempo pensé que mi emotividad era un problema.
Solo recientemente entendí que es una cuestión cultural, por eso empecé a leer a Ernesto de Martino.

Cinco de noviembre

Vilcabamba

Noche de luna llena.

Vuelvo a escribir a mano, después de una cantidad absurda de notas en el móvil.
Vuelvo a un diario en papel, relegado a cuaderno de apuntes para el curso de Arcanos Menores.

Abro el diario cuadrado que me regalaron poco antes de partir, donde empecé a escribir pensamientos dirigidos al continente americano, convencida de que se gastaría pronto, y sin embargo opté por lanzar un blog que — de todos modos — es otro tipo de ejercicio literario.

Abro el diario y, inevitablemente, se deslizan de su interior una infinidad de papelitos guardados dentro — lugar seguro cuando no quiero perder algo (siempre que se trate de cosas bidimensionales, claro, que puedan quedarse atrapadas entre la tapa dura y la primera página, gracias al elástico de cierre).
El carnet de vacunación, mi pasaporte de la fiebre amarilla y el de Dani que se olvidó aquí, el billete de avión Madrid–Quito, la “hoja papel higiénico” y la “hoja de la menstruación” recogidas durante la primera — lejísima — excursión con Fausto al Gran Cañón, un par de hojas del curso de formación en Roma, dos mini postales con passepartout compradas el otro día en Cuenca, en el puestocito de un señor que me mostró orgulloso sus fotografías a la venta (le compré una suya — autografiada — que retrata el gris de Quito, y otra reproducción que muestra, creo, a Sharon Stone, en una imagen que parece un cuadro de Hopper. Ambas por 1$).

El viaje hacia Vilcabamba lo hice con la menstruación y dolor de cabeza — y con la lluvia que parece seguirme desde que puse pie en este continente. Probablemente sea una concepción bastante egocéntrica pensar que un fenómeno atmosférico puede depender de nosotrxs, pequeñxs seres transitorixs. A eso me refiero cuando hablo de “la pérdida del sentido de mi terrenalidad”, por ejemplo, cuando leo sobre asuntos más elevados.

Llegué al destino con ese pensamiento siempre latente: “ma chi me la fa fare?” (la traducción de esta frase idiomática italiana sería: "¿Pero quién me manda hacerlo?"), venir hasta aquí, venir hasta Ecuador. La verdad, no lo sé. Tal vez sea esa alegría de vivir, el esprit de finesse del que me hablaba el filósofo Blaise Pascal en el instituto, a través de la voz tronante de la magnífica profesora Rosa Gruosso. Es poner en práctica cierta idea de libertad, ¿a qué precio?
No lo sé; siempre tengo muchas más preguntas que respuestas, y cada vez más preguntas, en sentido absoluto.

Me acompañó la lectura de "La botanica della meraviglia - Coltivare lo stupore alle fine del mondo", de Gancitano y Colamedici, y probablemente por eso me noto tan meditativa y me vienen a la mente las clases de filosofía del liceo.

Por lo poco que me han contado y por lo poco que puedo intuir, Vilcabamba es un lugar muy espiritual — o un lugar de turismo espiritual: a marcar la diferencia, fundamentalmente, está la elevada presencia (o no) de gringxs.

Estoy sola.
Estoy despejada.

Recuerdo la última vez que me lancé a un viaje sola, y huí de mí misma.
Fue hace casi dos años. Acababa de conocer a Dani, después del Teknival fui a su casa en el pinar encantado, y pasamos juntos aquella semana fatídica y disparatada en la que nos enamoramos irremediablemente. Luego “la huida” — como le gusta llamarla —, mi ridícula huida en la que había decidido quedarme un par de días en Almería antes de volver a Barcelona, pero cambié de idea a las dos horas de haber llegado al hotel.

Había dejado las maletas, me había duchado, las había vuelto a tomar y corrí a coger el primer autobús que subiera por la península ibérica.
Y bueno, hay que decir que había elegido un lugar bastante triste, y quizá desde entonces empecé a prestar mucha atención a los lugares donde me alojo creo que ese episodio ridículo tiene mucho que ver con cierto esteticismo y hedonismo míos (-ismos que me obligan siempre a vivir por encima de mis posibilidades).

Es exactamente lo que pasó ayer, cuando pensaba quedarme una noche en Loja pero, al no encontrar hostales que me parecieran lo bastante acogedores y familiares, opté por seguir hasta Vilcabamba.

Vilcabamba es un poco como “la Palomino del Ecuador”. Entre montañas en lugar de mar, es decir, en los Andes en vez del Caribe, pero con una energía que yo definiría marítima, o sea, algo alborotada.
Sin embargo, sigue siendo Ecuador, no Colombia, con el aire seco de la sierra que drena el ánimo e insinúa el justo toque de melancolía necesario para mantener cierta
discreción.

Llegué a Vilca, por supuesto, más tarde de lo previsto: a las cuatro.
Me di una ducha caliente, salí a recorrer el pueblo, dejé bragas y calcetines en una lavandería, y entré en un bar bastante radical chic donde me concedí un brownie vegano, una infusión para calmar las contracciones de mi útero y la dosis justa de Europa que, al fin y al cabo, me hace sentir segura cuando viajo sola.

Compré un regalo para Lore. Me emociona la idea de volver a verlxs todxs y que sepan que pensé en ellxs — que, al final, eso es lo que hacen los objetos: intentar materializar un sentimiento. Me acordé de ti mientras estaba lejos. Una manifestación de afecto, un gesto de amor inmanente que ocupa un espacio físico, que no vive solo en la memoria sino que sirve precisamente para evocarla.

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La lámpara del velador de mi habitación del hostal es exactamente la misma que tengo sobre el escritorio de mi cuarto en Avigliano, comprada probablemente en la tienda china de la esquina, cuando ya no soportaba más tener solo la tenue luz del techo a mis espaldas. Pésima para escribir.

Del parlante bluetooth, ya medio averiado, apoyado al lado de la lámpara, salen notas de folktrónica mientras escribo, y logran aliviarme el dolor de cabeza.

Estoy sola, en el remoto sur del Ecuador (¿pero aún se puede hablar de lugares remotos en este mundo tan globalizado e hiperconectado?), a pocos cientos de kilómetros de la frontera con Perú, lejísimos de todas las certezas (allá en Europa) y de mi bote salvavidas (casa Diobamba en Lago), y estoy bien. No ho pare né paure. Me basta con saber esto. Me basta con sentirme así.

No necesito llenar el tiempo, ni mirar hacia otro lado. Me miro por dentro, miro el abismo y no tiemblo.
Ese era el objetivo de viajar sola: llegar a sentir que no estoy sola, que en ningún lugar lo estaré.

Esa era la respuesta al “ma chi me la fa fare?”.

A estas palabras mías siguen las de Alex Serra, del tema ¿Qué te parece?, que suena ahora.
Casualidad tras casualidad.

https://www.youtube.com/watch?v=P0_bMUo3emI

Pienso en ti, en nosotras, con impaciencia pero también con presencia y conciencia.
Formamos un lindo cuarteto aquí, todas juntas, intentando reconstruir la imagen más vívida de ti, a mi lado, en esta cama demasiado grande para dormir sola.

Siete de noviembre

Terminal de Loja

Ocho y media de la noche.

Pedí una sopa de queso en un comedor, después de días de costosa comida estilo europeo. Frente a mí, un poco del Ecuador auténtico con olor a caldo de gallina criolla; detrás, las voces de periodistas sensacionalistas en la tele, que narran los crímenes del país como si fuera el tráiler de una película de acción de pacotilla.

Estoy de vuelta de Vilcabamba. Vilcatrampa la llaman lxs hippies del lugar, porque la leyenda dice que si te quedas más de una semana, terminas como lxs viejitxs gringxs que pasan su jubilación en este paraíso del sur ecuatoriano. Si añadimos que el río homónimo (o río Chamba o Uchima) tiene fama de conferir longevidad a quien se sumerge en sus aguas cristalinas, imagínense pasar una interminable tercera edad en un valle andino donde los cantos gregorianos y las polifonías chamánicas son indinstinguibles.

De hecho, desde el pequeño santuario de la plaza central me llegaron varias veces cantos de iglesia que confundí con música medicina: seguramente influenciada por un cartel colgado en una pared, escrito a mano, que decía “San Pedro–Ayahuasca–Hongos ceremonias personalizadas” (sin contactos ni indicaciones de dónde informarse). Vilcabamba es un estado alterado de conciencia.

Recapitulando: al llegar, el cielo estaba gris y lloviznaba, no la mejor bienvenida que se puede recibir en el primer viaje sola en un continente que no es el propio.

El segundo día, el sol me quemó las mejillas mientras subía al cerro Mandango, la montaña sagrada del valle, a poco más de dos mil metros.

El tercer día, entre una clase de respiración pránica y una torpe iniciación a la cerámica, después de que me ofrecieran un porrito y luego San Pedro-Ayahuasca-Hongos-baile estático-caffè-e-pasticcini, me hice una vaga idea del apelativo que deforma con sarcasmo el nombre del lugar.

Por el caminito que sube hacia el pequeño terminal de buses — salpicado de terrazas donde británicxs mayores cenan a las seis — avanzaba despacio, con mi mochilaza y mil cositas colgando, cuando alguien a la orilla del camino me preguntó “¿de llegada o de partida?”, y otro incluso “¿ya te vas?”, como si fuera impensable liberarse de la Vilcatrampa de algodones.

Al final un poco difícil lo fue, efectivamente; en un país donde se produce algodón pero desde luego no se vive entre algodones, cuando sientes que puedes bajar la guardia, al final, sienta bien.

Claro, luego están siempre los discursos sobre el neocolonialismo zumbando en la cabeza, pero son demasiado complejos para esta cartastraccia.