Poética-política de un paroxístico verde petróleo
El Ecuador es de color verde petróleo: desde los oleoductos en la Amazonía hasta la vegetación de aspecto extraterrestre del páramo. La Amazonía más o menos la conocemos todxs, aunque desde lejos nos la imaginamos de otro tono; el páramo, en cambio, es un nuevo estado de conciencia – como sostienen algunxs frikis por aquí –, un ecosistema situado entre los 3.000 y los 4.800 metros de altitud, en una zona intermedia entre el bosque andino y la tundra glacial, donde el paisaje parece sacado de una película de ciencia ficción. La vegetación es tan húmeda – se trata de una de las principales reservas hídricas del continente, que capta y regula el agua que alimenta ríos y acuíferos – que adquiere matices gris-azulados.
Conocí antes los Andes que los Alpes.
Todo lugar, entendido como espacio socialmente construido y simbólicamente vivido, es complejo y contradictorio – como las personas, añado –, pero la Amazonía ecuatoriana es un triunfo de paradojas capaz de desmontar todas las narrativas dominantes que se cuentan sobre el “pulmón del mundo”.
Para empezar, el pulmón del mundo está gravemente enfermo: y no hablo solo de deforestación o de extractivismo – fenómenos gigantescos que, por suerte, llevan ya un tiempo bajo los reflectores internacionales (aunque no el suficiente).
Hablo de la vida cotidiana: vivir en la Amazonía ecuatoriana no significa en absoluto alta calidad del aire, platos a base de deliciosas frutas exóticas, conexión espiritual con los animales, la naturaleza y las comunidades indígenas locales; claro, eso es lo que se puede disfrutar en unas vacaciones por aquí, porque la característica intrínseca del turismo de nuestros días es potenciar y mostrar solo el lado bonito de los lugares a quienes están de paso y, por lo tanto, ignoran las profundidades de una realidad.
Los tres ejemplos anteriores están entre las cosas que más me sorprendieron cuando llegué a Lago Agrio: una ciudad en pleno corazón de la selva amazónica, sí, pero un corazón de smog y cemento.
Como pobres cooperantes y coherentemente con nuestro activismo ambiental, el único medio propio del que disponemos – además de las siempre fiables piernas – es la bicicleta. La cantidad de autos, motos y camiones es realmente desproporcionada en relación con las pocas decenas de miles de personas que viven aquí, y pedalear entre los gases de todos estos motores viejísimos me hace pensar que quizá debería comprarme una máscara antigás, si durante mi estadía pienso preservar mis propios pulmones, además de preservar el “pulmón verde” con nuestros lindos proyectos de solidaridad internacional.
En segundo lugar, la calidad y variedad de la comida es realmente escasa: sintomática de la escasez a la que el gobierno de un Estado condena arbitrariamente a una parte de su territorio, junto con la población que lo habita (véase la cuestión meridional en Italia, por poner un ejemplo cercano).
La gente común – es decir, la poveraggente (la gente pobre) – tiene una alimentación basada en arroz, yuca, plátano y carnes a menudo grasosas y aún más a menudo fritas; sus platos carecen de fuentes de proteínas y fibras de origen vegetal, consumen una cantidad indecible de azúcares y porquerías ultraprocesadas, porque es lo que, en las tiendas, cuesta menos y llena más.
Recuerdo que me quedé descolocada la primera vez que, buscando chocolate en el supermercado, encontré un pasillo entero dedicado a Nestlé, Milka y otras marcas menos conocidas de chocolate-basura; imposible encontrar una tableta de chocolate negro o al menos con menos mierda adentro.
¿Cómo es posible que, en un país que es uno de los principales productores de cacao del mundo, no se encuentre chocolate puro?
Es posible gracias al Norte global, que lleva a cabo un complot silencioso contra la mitad subordinada del planeta: quitamos recursos, cerramos fronteras, les endosamos los desechos, para matarlos lentamente “en su casa”. ¿Demasiado crudo? ¿O demasiado real?
Es impensable que en la frondosa selva amazónica solo crezcan yuca y plátanos, ¿no?
De hecho, este ecosistema en el que incluso una piedra germinaría ha sido visto por los colonos únicamente como una frontera que explotar, y no como una tierra que cultivar de forma diversificada. Hoy en día, aparentemente, solo hay dos vías posibles: la agricultura pobre y estandarizada de las comunidades rurales, o los monocultivos de exportación (palma aceitera, soya, cacao, café) impuestos por el modelo colonial-capitalista.
Las verduras que conocemos nosotrxs, evidentemente, no son nativas porque son plantas de climas templados; pero incluso si podemos – no sin dolor – renunciar al brócoli y al calabacín, la cuestión es que no se han valorizado otras verduras, tubérculos y hojas comestibles que seguramente existen en esta megabiodiversidad, en favor de una dieta básica en la que el modelo occidental ha colonizado incluso el gusto.
Por eso, un* niñ* amazónic* prefiere el chocolate Nestlé a una fruta local, y aunque el suelo podría hacer germinar una piedra, la porción de mundo que controla ese suelo ha decidido que es más rentable hacer germinar monocultivos y dependencias.
En tercer lugar, respecto a la presunta conexión espiritual con los animales, la naturaleza y las comunidades indígenas locales, hay que decir que la espiritualidad más difundida que he encontrado aquí en el cantón de Lago Agrio es la de los testigos de Jehová, con su archiconocida y adorada obstinación con la que intentan convertir a cualquier ser humano que se les cruce por delante. Así que no me sorprendería saber que taitas y curanderos hayan cambiado ya de bandera.
Entre ruidosos motores, kilómetros de oleoductos, junk-food, delincuencia y desconfianza generalizada, la espiritualidad – al menos la entendida por la filosofía new-age que pretende organizar costosos retreats en eco-lodges dentro de reservas naturales – ocupa un espacio muy limitado.
Ironías aparte, desde que estoy aquí me siento muy poco espiritual, demasiado preocupada por mantenerme alerta en una realidad despiadada – donde la supervivencia no está garantizada con facilidad – como para cultivar autosermones mentales.
Y eso que yo, además, escribo desde mi posición de mujer blanca europea.
La gente aquí no tiene tiempo libre (que, de todos modos, es un concepto forjado por el capitalismo: el tiempo debería ser siempre libre, o mejor dicho, deberíamos ser nosotrxs libres de elegir cómo invertirlo), mucho menos tiempo para “buscarse a sí mismxs”, como hacemos nosotrxs al venir aquí.
Las “comunidades indígenas” no son una masa informe: el Ecuador es un Estado plurinacional e intercultural, y en su territorio están presentes catorce nacionalidades distintas – cada una con su propia lengua, cultura, cosmovisión y organización política – reconocidas por la Constitución de 2008, diez de las cuales se encuentran en la región amazónica.
Algunas de estas comunidades viven en zonas remotas de la selva, otras están en aislamiento y han decidido voluntariamente no mantener contacto con el resto de la sociedad; otras, en cambio, viven perfectamente integradas, si no es que incluso contaminadas por la cultura global: me ha pasado ir a comunidades rurales donde me enseñaban a preparar mate y otras prácticas ancestrales, pero lo hacían vistiendo leggins desgastados de Nike, falsas camisetas Moschino con lentejuelas y brillantina, accesorios de Shein, y pidiéndome – en un castellano mezclado con su idioma nativo – que nos tomáramos fotos con celulares de última generación.
Ahora bien, la cuestión no es que una parte del mundo deba avanzar y la otra no, quedándose anclada a romanticizaciones que son fruto de esa misma parte del mundo que avanza inexorablemente “hacia adelante”, confundiendo “progreso” con “crecimiento” – y entendiendo, además, el crecimiento como privilegio de pocxs a costa de muchxs.
La cuestión es, creo, que existe una cancel culture estructural ejercida por la globalización homogeneizadora, que arrasa lenguas, saberes y tradiciones en nombre del “desarrollo”.
Este tema me toca de cerca no porque ahora viva en la Amazonía, sino porque vengo del sur de Italia, de la provincia y del proletariado, y todo esto – en igual y distinta medida – me habita desde hace tiempo.


