A la caza del dragón
Son las ocho y media de la mañana, llueve pero no es de sorprenderse, lo que realmente sorprende es que yo, Silvia, Sophia y Giulia llegamos todas puntuales a la cita que nos habíamos dado el día anterior en UDAPT.
Vestidas de campo, con botas de agua flamantes y listas para llenarse de barro, subimos al pick-up de Donald con caras serias y aún medio dormidas, pero sobre todo con esas caras de quien no sabe que está a punto de grabar un recuerdo importante en la memoria; al fin y al cabo, nadie está preparadx para cambiar: es un proceso que ocurre lentamente a raíz de uno o más factores desencadenantes, cuyos efectos se ven a largo plazo.
En un momento dado, de repente, nos damos cuenta de que ya no somos lxs que éramos.
Decía entonces, son las ocho y media de la mañana y salimos a la caza del dragón, pero primero nos dirigimos a los pozos.
Empezamos por el más lejano —para escapar de la lluvia que cae sobre Lago—, nos adentramos durante buena media hora hacia el este y cruzamos el río Aguarico en una gabarra, hasta llegar a una de las miles de piscinas diseminadas en la selva y luego a la finca de la señora Carmen, donde había ocurrido un derrame no mucho tiempo antes.
Donald pone una playlist desgarradora, pero él está alegre, cuenta chistes, no logra ir al grano: está cansado, se nota, debe haberlo hecho ya tantas veces.
Llegamos a la piscina, Donald nos pregunta irónicamente si hemos traído bañador, nos pasa unos guantes de látex y nos dice que no nos movamos, mientras él camina con paso firme sobre la superficie de lo que parece un colchón de agua: la piscina de la que hablo es una enorme fosa de petróleo, cubierta con pocos metros de tierra sobre los que, con los años, ha logrado prosperar una vegetación fitodepurativa.
Lo que estoy viendo es un verdadero absurdo: el suelo que estamos acostumbradxs a sentir sólido bajo nuestros pies es en realidad una mezcla viscosa, un humus de tierra y petróleo, y se tambalea peligrosamente al paso de Donald, que toma un palo de al menos tres metros y lo clava dentro, para mostrarnos la profundidad.
La compañía petrolera Texaco, que llegó a esta zona en los años 60 para perforar más de 300 pozos, degradó casi 5.000 hectáreas de territorio entre 1964 y 1992, y cuando se vio obligada por la sentencia de la corte de Sucumbíos —en 2011— a reparar los daños causados en la Amazonía ecuatoriana, no eliminó realmente las piscinas de crudo, sino que simplemente las cubrió.
Esta burla descarada sigue contaminando el agua y el suelo, con graves consecuencias para la salud, la agricultura y la cultura de unas 30.000 personas, entre ellas los pueblos indígenas Siona, A’i Kofán, Waorani, Siekopai, Kichwa, Shuar.
Este, en fin, es el motivo por el cual estoy aquí.
Donald nos hace tocar con las manos la masa fétida, nos la pasamos como si fuera una papa caliente, aguantando las arcadas; luego nos hace adentrarnos un poco más para examinar un tubo llamado cuello de ganso que vierte petróleo en una cuenca que desemboca en un arroyo, el cual a su vez va al Aguarico, que fluye hacia el océano Atlántico… En fin, se pueden sacar conclusiones lógicas de estas operaciones ilógicas de una multinacional multimillonaria que, por ahorrarse unos pocos dólares, hizo mal su trabajo a propósito, pensando que todo pasaría desapercibido —lejos de Texas y de eso que durante tanto tiempo hemos llamado civilización, en contraposición a la barbarie de los pueblos indígenas.
¿Pero estamos tan segurxs de quiénes son lxs verdaderxs incivilizadxs?
Cae el silencio, que nos acompaña hasta la vuelta al coche. Nos acomodamos en la parte de atrás, para no ensuciar los asientos, y ninguna pronunciará palabra hasta la próxima parada. Solo la voz quebrada de Sophi irrumpe en la selva: “Yo de verdad no entiendo a la gente que le importa una mierda lxs demás”.
La siguiente parada de esta singular excursión conocida como toxic tour es la inspección de la finca de doña Carmen, donde pocos meses antes se había producido un derrame, es decir, una fuga de crudo que le había envenenado todo, menos el alma: cuando logramos encontrarla, en su plantación, nos recibe con una gran sonrisa, sin dejar de partir —con movimientos precisos y mecánicos— las mazorcas para extraer las semillas que luego pondrá a secar. El sonido lacónico del machete marca un ritmo que nos deja en trance: no podemos apartar la mirada de las manos de Carmen y de su esposo que, imperturbables, siguen con su trabajo mientras conversan con nosotras.
Nos ofrecen probar las semillas del cacao y las chupamos para luego escupirlas en un balde junto con las demás; es cacao de variedad roja, no el más exquisito, pero me parece aún tan especial poder comer este fruto que poco me importa la calidad. Gringas.
Pero no habíamos venido aquí a gringear, Donald se despide y nosotras también, siguiéndolo hasta el lugar donde aún son visibles los rastros del desastre: basta con levantar un terrón de tierra en la orilla del arroyo para ver el petróleo aflorar a la superficie del agua.
Me siento impotente, pero también enojada; no me atrevo a imaginar la ira de estas personas, y sin embargo, inexplicablemente, parecen tan tranquilas, Donald, doña Carmen, todxs ellxs, habrán sufrido tanto que se les agotó la rabia.
Además de la ira, hemos acumulado también hambre: nuestro guía nos lleva a almorzar en un fondín en un sitio llamado Primavera —cuyo único atributo primaveral son dos quiosquitos coloridos que venden helados y caramelos al borde de la carretera—, nos comemos un bolón imposible de tragar sin el acostumbrado juguito de acompañamiento, mientras miramos curiosas y desanimadas los titulares del noticiero que suena a todo volumen.
Donald se echa una siesta en el coche antes de partir de nuevo hacia Lago, volvemos a subir a la balsa para regresar al otro lado del río, y ahora sí empieza la caza del dragón.
El trayecto dura unos veinte minutos —siempre amenizado por el gusto del conductor por las canciones de amor lacrimógenas— hasta la guarida del monstruo al que estamos dando caza.
Aparcamos el pick-up y tiramos entre los arbustos la pala y los utensilios que llevábamos, para no levantar sospechas. Donald empuña el machete para abrirnos camino —empiezo a pensar que yo también quiero uno, por aquí parece bastante indispensable— y, a medida que avanzamos, sentimos la respiración del dragón cada vez más cerca.
Cuanto más nos adentramos, más nos engulle la vegetación, cuanto más nos engulle la vegetación, más avanza la oscuridad, cuanto más avanza la oscuridad, más demoníacos parecen los estruendos que resuenan en el enredo de hojas.
Avanzamos con paso sigiloso en la penumbra como cazafantasmas profesionales, el fragor se vuelve insoportable, la jungla se abre y deja al descubierto al imponente dragón.
Se erige inmóvil, tenebroso, en una llanura ardiente y desierta arrancada a la selva, escupiendo fuego por dos bocas finas que se alzan en el cielo ahora azul tras las lluvias interminables de la mañana.
Los mecheros son antorchas de combustión a cielo abierto utilizadas para quemar el gas derivado de la extracción petrolera. En Ecuador, actualmente hay 486.
Estos mecheros liberan a la atmósfera gases de efecto invernadero, dioxinas, metales pesados, partículas y otras sustancias altamente tóxicas que provocan cáncer y enfermedades respiratorias, atentando contra el derecho a la salud de las personas que viven en sus cercanías.
En 2021, un grupo de nueve niñas amazónicas —las guerreras de la Amazonía— presentó una demanda constitucional contra el Estado ecuatoriano por la presencia de los mecheros, exigiendo su eliminación; la Corte Constitucional reconoció la violación de los derechos de las niñas y ordenó al Estado elaborar un plan para su desmantelamiento progresivo, plan que aún no ha sido ni remotamente implementado.
La superficie alrededor de los mecheros es un cementerio de insectos de todos los tamaños, carbonizados; fotografiamos algunos, sublimados en la muerte de su último vuelo.
El aire es incandescente, estamos sudadas, cansadas y agotadas, también lo están nuestros teléfonos y cámaras, también lo está Donald, que lucha desde hace treinta años, también lo está el día, que se aproxima al crepúsculo.
Declarado terminado el tour y devueltas al mundo. Diagnóstico final: ecocidio irrecuperable. Lo que eso signifique, lo entenderemos dentro de unas décadas. ¿Estamos todxs locxs por permitirlo? Tal vez sí. O tal vez la loca es la vida. La locura no es ser cómplice ni guardar este oscuro secreto. La locura son ustedes o yo, corresponsables.*
*Declarada sana y devuelta al mundo. Diagnóstico final: borderline recuperada. Lo que eso signifique, todavía no lo entiendo. ¿He estado loca alguna vez? Tal vez sí. O tal vez la loca es la vida. La locura no es estar rota ni guardar un oscuro secreto. La locura son ustedes o yo, amplificadxs.
(epílogo de la película “Inocencia interrumpida”, 1999)


