En la selva del mar

Puerto López/Ayampe. 9 de agosto de 2025
22 horas de viaje, de las cuales una para detenernos a cenar bajo una choza en medio de una carretera exactamente igual a todas las demás en la selva.
Aquí los conductores de autobuses tienen la autoridad para decidir que la totalidad de lxs pasajerxs debe cenar rollo cena de Navidad en largas mesas compartidas a cierta altura del trayecto, para luego ponernos a dormir con la panza llena, mecidxs por su conducción temeraria. Casi unos papitos yo diría.

En Ecuador no se puede viajar sin antes pararse a comer un arroz con pollo en el camino. Tampoco se puede viajar sin una cobija para protegerse del frío polar del microclima del bus, ni sin tapones para los oídos que nos resguarden del volumen ensordecedor de las malas películas de acción, cuyos protagonistas son a menudo exestrellas de la lucha libre – John Cena y The Rock – que pretenden entretener hasta al último pasajero sentado en el fondo del vehículo.
A veces fantaseo con el drama (o la suerte) de quedarme botada: imagino el bus arrancando sin mí, dejándome en medio de la nada, sin cobija y sin John Cena, con la catástrofe de tener que arreglármelas en un lugar perdido de la selva amazónica.

Una pesadilla tremenda que el subconsciente me suministra de vez en cuando durante la fase REM.

Llegamos a Puerto López hacia las cuatro de la tarde del nueve de agosto.
El pueblito donde desembarcamos nos parece surreal y ya no sabemos si es culpa de las 22 horas de viaje o si es el mismo Ecuador el que parece siempre un sueño con fiebre; con el paso de los días esto se convertirá en un mantra que decidiremos tatuarnos en la piel.
El conductor/papito del bus tiene la clemencia de dejarnos cerca del camping donde nos alojaríamos el fin de semana (aquí te recogen y te dejan más o menos donde quieras, no tienes que esperar la parada: un punto a favor para compensar todo lo demás); caminamos diez minutos y la sensación de dar dos pasos tras una larga atrofia me recuerda la de un paseo en la Luna que hice hace algún milenio.

En el camping ya hay huellas de las chicas que llegaron desde la sierra, en un viaje seguramente más llevadero que el nuestro; aún faltan Meri y Sofi – que llegarán con el último bus salido de Lago – y Sophia – que vivirá mil peripecias, recorriendo involuntariamente todo el país antes de lograr alcanzarnos, y contará entre lágrimas y risas que temió tener que dormir en la terminal de Guayaquil.
Es muy bonito este pequeño ritual que estamos construyendo: reencontrarnos cada vez en un 
rincón distinto de Ecuador, cada una con su propio recorrido geográfico y vital hasta cruzarnos en un nuevo punto de incidencia y desde ahí nutrir esta hermandad.
Nos concedemos una ducha caliente – que en estos tiempos es un lujo –, comemos una pizza en el malecón desierto – riéndonos de nosotras mismas, comiendo pizza a las cinco y media de la tarde sin saber si es almuerzo o cena o si somos unas alemanas de vacaciones en Limone sul Garda –, luego pedimos un café y vamos a encontrar a las demás en Ayampe – un pueblito costero a veinte minutos de Puerto López, con fama de ser un refugio hippie.


Llegamos a un sitio muy acogedor, una especie de diminuto centro cultural disperso, con varias chozas donde producen y venden arte y artesanía, una tarima techada donde alguien baila un downtempo en un trance apacible.
Al fondo de ese ameno patio, nuestras amigas, una fogata, y gente del lugar que parece estar preparando una jam de música.
Exploro el espacio, curioseando entre cosas y personas, me dejo inspirar por quienes exponen sus productos artísticos y escucho sus relatos de valentía y pasión pero evidentemente carentes de dinero; vuelvo a sentarme alrededor del fuego y espero a que nazca una música medicina de las percusiones. Me siento junto a una chica de sonrisa amplia y amistosa; me regala toda su dentadura y me pasa un huevito para tocar. Las demás se quedan al otro lado del círculo, conversando bajito pero densamente; yo agito tímidamente mi instrumento, entrando de puntillas en esta nueva treebu. Catalina, la chica de la hermosa sonrisa, es medio francesa y medio colombiana y me habla como si yo fuera su hija o su hermana o como si fuésemos amigas desde siempre. Su compañero está sentado un poco más arriba, en el cajón, completamente absorto en los golpes que le arranca, y no lograré preguntarle su nombre.

Luego está Manuela, que toca un bellísimo djembé con la piel colgando por todo alrededor, y Bernardo, que toca el otro huevito y busca complicidad musical con la mirada. La treebu es benévola y hospitalaria, como mi treebu española; me siento definitivamente a gusto, tanto que me atrevo a tocar el cajón ahí arriba.

La fogata se apaga y decidimos movernos al Green Power, una pequeña casita de madera en planta baja, adorable, que da al río Ayampe, y que además es la residencia y taller de Damiano – un hombre a primera vista bastante heterocis pero de modales muy gentiles. El anfitrión les alarga a mis amigas unas cervezas y a mí un té frío casero, y nos ofrece un purito de hierba para volver a abrir el baile. Malditxs latinoamericanxs que no fuman tabaco y flipo después de apenas dos caladas.

Exploro el lugar, escrutando las obras de artistas locales expuestas en las paredes y recorriendo con la mirada los lomos de los libros en los estantes, para adivinar algo más sobre el dueño a través de sus lecturas.
Luego salgo al patio trasero, donde han encendido una altavoz enorme y otra pequeña fogata – aunque la temperatura es perfecta y no hace falta en absoluto. Aquí estamos en invierno; les dejamos el gesto cariñoso de encender el fuego aunque todxs llevemos ropa de verano. “La guaira” lo llaman aquí, el frío invernal, que para nosotras sería como el tímido fresco de septiembre.
El altavoz lanza reggaetón old school, luego los bpms suben y termina pareciéndose a una rave domestica en toda regla. Las mejores.

Playa de los Frailes/Ayampe. 10 de agosto de 2025
El 10 de agosto, día de San Lorenzo, fue una jornada sencilla de veraneo: justo lo que todas deseábamos, con mucha nostalgia de Europa pero sobre todo de Italia, intentando reproducir lo que está haciendo la mayoría de nuestrxs amigxs en el Belpaese: playa y aperitivo. Vamos a la Playa de los Frailes, pero decidimos llegar recorriendo un sendero de un par de horas que pasa también por dos bahías menos frecuentadas por turistas. De hecho, estamos solas nosotras y el océano Pacífico: me siento a mirar el horizonte, dándome cuenta de que ni siquiera sé cuál es la tierra firme más cercana en la dirección hacia la que miro.

El cielo está blanco, pero al final del día nos damos cuenta de que igual nos hemos quemado. Gringas.

Terminamos pidiendo campari spritz en una zona del malecón mucho más animada que aquella desolada donde habíamos comido pizza el día anterior; nos sentamos al aire libre, en una de las mesas del bar de Roberto – un señor véneto de unos sesenta años, pelo blanco largo de ex rockero y ojitos azules vivaces –. Yo bebo dos sorbos y ya estoy medio borracha, así que decido regalar el vaso casi intacto a mis amigas, bastante más alcohólicas que yo; consigo convencer a Silvi, Giulia, Piyumi y Tania de volver a Ayampe, porque Manuela me había invitado a un espectáculo de tambor y fuego.

Llegamos al sitio que nos había señalado en el mapa –un chiringuito lleno de vida–, y encontramos a los mismos miembros de la treebu junto con otra gente alegre y sonriente, algo a lo que no estamos muy acostumbradas allá en el salvaje Oriente.

Manu me abraza con énfasis, es tierna e irónica, nació bajo el signo de Cáncer, sabe bailar el dapo, completa mis frases leyéndome el pensamiento. Me dice “esto es nuestro escenario”, señalando el cemento de la calle frente al bar, y me pregunta si tengo una gorra o algo parecido para recoger dinero. Me quito la capucha de la chaqueta y se la doy; al final del espectáculo me dirá que mi capucha le trajo suerte.

Me vuelven loca esas criaturitas mágicas que ven colores incluso en el gris del asfalto.

Isla de la Plata/Puerto López. 11 de agosto de 2025
Nos despertamos temprano –aunque con Silvi y Piyumi la noche anterior nos habíamos quedado hasta tarde entre charlas y porros en los sofás del camping–, tomamos volando un café y una galleta con sabor a lavavajillas en la primera cafetería abierta del ya familiar malecón, y nos dirigimos al muelle desde donde iba a zarpar nuestro barco hacia la Isla de la Plata.

El barco cabalga las olas tan rápido que parece una de las atracciones de Gardaland (quién sabe por qué el lago de Garda aparece tanto en este relato), la misma sensación a la que, de hecho, ya nos han acostumbrado los conductores de buses en este país. Navegamos una hora mientras las guías nos entretienen con gran ironía: Carmen y Melina son dos mujercitas con una energía que vale por cuatro. Avistamos delfines y ballenas y todxs quedamos extasiadxs; es un privilegio extraordinario poder tener un encuentro tan cercano con estas especies. Sentí que el amor se expandía hasta los confines del mundo no humano.

Desembarcamos en una isla virgen con una historia muy interesante: llamada también la “Galápagos de los pobres”, en época precolombina parece que estuvo habitada por pueblos originarios, de los cuales se han encontrado cerámicas, restos de antiguos senderos y lugares de culto; se cree que la isla pudo haber tenido algún valor sagrado.

En la época colonial, eran piratas y corsarios rumbo a Panamá quienes hacían escala allí, y antes de convertirse en parte del Parque Nacional Machalilla –en 1980– se había transformado en una especie de propiedad privada de las familias más adineradas del Ecuador, que construyeron un hotel de lujo –hoy usado como sede de los guardaparques y punto de apoyo para visitantes.

Estamos por comenzar la excursión –una caminata de tres horas para observar las raras especies de aves que la habitan–, cuando me ofrecen una bolsa llena de hongos azules: «Estos están cargados de psilocibina», digo, mientras tomo uno sin pensarlo dos veces.
Bon voyage.

La caminata es emocionante, y allí las palabras no me alcanzan. El océano se casa con la montaña en un matrimonio feliz, el viento salado susurra entre árboles de palo santo y sabrosos tomatitos silvestres, la numerosa colonia de piqueros de patas azules nos observa curiosa mientras muy educadamente nos deja transitar por su hábitat.

El regreso en barco al continente es un viaje todo hacia dentro, acunada por las olas, hasta el punto de que, cuando vemos –no demasiado lejos– la gigantesca cola de una ballena emerger y luego sumergirse en el agua, no logro contener las lágrimas, y noto la misma conmoción al cruzar la mirada con las demás.

Atracamos en Puerto López, cada una aún nadando entre sus propios pensamientos y emociones, pero todas unidas por un hilo violeta del mismo tono de la bandera feminista; volvemos al bar de Roberto: no por el spritz, sino esta vez por helado y café. Nos alcanza también Manuela, que quería despedirse y dejarme unos honguitos mágicos que ella misma había recogido el día anterior en la selva costera (que es como la amazónica, pero es la selva del mar. Es increíble haber atravesado el país de este a oeste y encontrarse con la misma vegetación o el mismo misticismo).

Llega un momento en que me siento sobrepasada, por un día tan intenso, por el océano Pacífico, por las ballenas, por esta hermandad, que necesito levantarme a respirar y caminar. Le pido a Piyumi que me acompañe y ella me mira extrañada, sin entender qué me pasa, pero sin dudar se levanta y viene conmigo.

De nuevo, no logro contener las lágrimas. No sé bien qué siento pero, sea lo que sea, sé que tiene que salir. Lloro de alegría y de dolor (¿acaso no lloramos siempre por esas dos cosas a la vez?), pido un abrazo que prontamente me envuelve y seguimos caminando medio entrelazadas.

Le digo a Piyumi que quizás es nostalgia o carencia o quizás es necesidad, y ella me responde que está bien sentirse vulnerables.
¿Acaso no es eso por lo que luchamos?
¿Por un concepto personal de poliamor? ¿O solamente por un concepto de amor? ¿O por el amor mismo?
¿Por saber dar y recibir de manera incondicional, pero también por saber que podemos pedir cuando lo necesitamos?

No tiene nada que ver con la sexualidad, o mejor dicho, la sexualidad es solo un componente.
Esa gran red de la que tanto se habla, pienso que en el fondo se puede simplemente llamar amistad.
Y es dentro de la amistad donde cabe todo.