Encanto y desencanto

En el hostal donde nos alojábamos en Tena, conocimos a Fausto, un señor Kichwa de 54 años con la vitalidad de un veinteañero, a quien Tania reconoció con estupor porque había hecho una excursión con él a Limoncocha el año pasado.

Fausto nos propuso llevarnos al Gran Cañón, es decir, adentrarnos en la selva durante cuatro o cinco horas hasta llegar a la gran cascada que, sinécdoticamente, da nombre a toda la zona.

Sin pensarlo dos veces aceptamos, no teníamos planes para el fin de semana: al parecer, los planes nos encontraron a nosotras.

A las 11 de la mañana teníamos cita con Fausto en la Terminal Terrestre de buses, para llegar al punto de partida, el centro turístico Rayu Pakcha, una preciosa cabaña de madera y hojas donde un hombre Kichwa de unos treinta años ha montado su negocio. De todos modos, decir "turismo" aquí tiene otro significado: no es el turismo del centro de Barcelona, sino uno todavía con sentido; hacen pocas excursiones al mes, para las pocas aventureras que pasan por aquí, y ofrecen refugio y comida de excelente calidad, cocinada y servida con una lentitud que equivale a esmero.

El buen Fausto trajo botas de goma para todas, porque nos advirtió que sería una ruta extrema. Llevamos solo lo esencial y un solo teléfono —el más moderno— porque el mismo Fausto quería tomarnos fotos durante lo que no paraba de llamar "¡pura aventura!", haciéndonos reír y preocuparnos a la vez: estábamos por adentrarnos en la jungla, que ya suena extremo sin necesidad de añadirle un calificativo que resalte su peligrosidad.

El recorrido empieza como una tranquila clase de herboristería: nuestro guía, armado con machete para abrirnos camino, nos muestra ejemplares de plantas bellísimas que son el botiquín farmacéutico de las comunidades amazónicas: está la planta anticonceptiva, la de los dolores menstruales (con las puntas de las hojas manchadas de rojo), la sangre de drago para cerrar heridas, el pitón que cura la malaria, la hoja que al exprimirla se convierte en champú anticaspa, la flor de ortiga para los calambres musculares, la hoja redbull (roja por el reverso) que se mastica para recuperar energía, la hoja cinta adhesiva fluorescente para marcar el camino de noche, la hoja papel higiénico, las hojas para construir cabañas y sombreros, y la hoja-venda que, junto con musgo y lianas, es el primer auxilio de los indígenas.

Fausto es farmacéutico, médico, profesor y chamán a la vez; avanza con destreza por la jungla como si caminara en su casa: las arenas movedizas no lo atrapan, las espinas no lo arañan, los insectos no lo pican. Entendemos por qué definió la ruta como extrema cuando nos toca escalar en estilo free-solo por raíces de árboles que hacen de presas; por suerte descendemos, no subimos, ya que al volver haremos otro camino.

Nos hundimos en la selva oscura, donde apenas filtra la luz del sol por tanto follaje alrededor y sobre nosotras, hasta llegar al río, que cruzamos para encontrar unas cascadas maravillosas. Es pura magia, el reino de los cuentos de hadas, lo que imaginaba de niña cuando pensaba en lugares encantados: aquí es imposible no creer en ninfas y duendes. Las plantas dibujan arquitecturas sobrecogedoras y los Kichwas solo perfeccionan lo que la naturaleza ha logrado: tallan peldaños en una raíz inmensa que se convierte en escalera, doblan un tronco para crear un arco de entrada a un sendero.

Llegamos a la laguna del Gran Cañón, donde la cascada cae con fuerza en una piscina natural excavada en la roca; nos desnudamos y nos lanzamos al agua, que nos limpia todo el barro. Es una sensación preciosa sentirse sucia y salvaje; pensé en ti, o mejor dicho, en el niño de tus cuentos, que se revolcaba en el pinar encantado de Aljaraque.

La subida es dura, estamos cansadas y hambrientas, pasamos de la selva primaria a la secundaria, la cultivada, con menos árboles y más cielo visible. Salimos a la finca de un señor mayor que nos observa desde su colina; Fausto lo saluda con calidez y nos dice que ese hombre le enseñó a moverse en la selva, y fue el primero en abrir el camino por el que vinimos. Le estrecho emocionada la mano a ese señor desdentado que, hablando en quechua, se presenta con un nombre que no alcanzo a captar.

De vuelta a la cabaña, lavamos las botas de goma y comemos en silencio hasta que llega un chico rubísimo, de piel y ojos claros, un destello de luz entre los rostros oscuros de los ecuatorianos; cojea, tiene un tobillo hinchadísimo, está esperando a una chamana con fama de ortopedista que venga a curarlo. Viste con harapos, va descalzo y tiene la mirada perdida: pienso en todos los europeos que se sienten perdidos y tratan de encontrarse en el hemisferio opuesto, sin éxito, la tragicomedia de nuestro siglo de la que inevitablemente siento formar parte.

No me da tiempo a empatizar ni compadecer a este veinteañero alemán que llega el dueño del lugar a agradecer nuestra visita y ofrecernos rapé; las otras no saben de qué se trata, están escépticas pero curiosas, y todas probamos un poco, terminando por llorar y reír a la vez: llorar por el efecto purgante del polvito marrón que inhalamos, reír porque nos damos cuenta de que nos metimos una raya sin pudor ante adultos y niños.

A la vuelta, nos recoge un taxista amigo de Fausto, que nos carga en su camioneta; nos sentamos en la parte trasera para disfrutar de la brisa del atardecer y cerramos los ojos mientras la oscuridad se cierra el día. Solo se escucha el ruido de nuestro vehículo y de los pocos que pasan, y por lo demás, es música de la selva, melodía oscura que debe de haber inspirado el dark forest del psytrance.

Me siento tremendamente viva.

Al llegar a Tena, descansamos una hora antes de volver a subirnos a la camioneta que nos llevará a la comunidad Kichwa de Pano, donde hay una fiesta a la que estamos invitadas, otra vez, por Fausto.

Saco la miel mágica y todos comemos una cucharada antes de salir otra vez.

La fiesta en Pano está iluminada de colores y luces psicodélicas, lo justo para reconocer seres prodigiosos aquí y allá al ritmo de la cumbia en vivo.

Las criaturas más curiosas que encuentro son las que bautizo como farolitos: hombres y mujeres muy pequeños que merodean con una cajita colgada del cuello llena de caramelos y chucherías que venden por centavos, iluminados por una vela blanca y delgada en la esquina de la caja, que baña sus rostros arrugados con una luz de Caravaggio que a veces parece angelical y otras demoníaca.

Pablo, en UDAPT, me enseña la importancia de contar la verdad.

Incluso cuando se cuenta ficción, no se hace sino alterar la realidad; los géneros literarios pueden ser fluidos, lo que yo escribo es siempre una mezcla entre fantasía y documental: en fin, el simple hecho de que lo que cuento sea fruto de mi percepción ya lo aleja de la realidad. La realidad —la verdad—, lo sabemos bien, nunca es única.

Dicho esto, contaré algo fuera de los clichés, y es que en la fiesta Kichwa había un altísimo grado de alcohol, vi padres borrachos abandonando a sus hijos, vi y sufrí acoso por parte de hombres y, en general, vi una corrupción del alma que no solemos asociar a ciertas imágenes mentales: los quechuas, los indígenas, el Amazonas. Tomatierra. Tomo tierra, a veces pienso que debo mi realismo al conocimiento: cuanto más veo, más conozco, menos endulzo. Es un verdadero reto seguir siendo idealista cuando descubres que las cosas, las personas, los lugares, el mundo no son como te los cuentan, y que si quieres sobrevivir entonces tienes que empezar a contártelos tú, entre la fantasía y el documental.

Hay muchos relatos sobre la Amazonía, y estoy segura de que todos son imperfectos, porque ni la mejor literatura estará a la altura de lo que experimentan el cuerpo y el  espíritu en un lugar así.

Creo que cualquiera debería poner un pie aquí y tomar conciencia de lo que significa este lugar para todo el ecosistema del planeta y para el intento de trascendencia del ser humano.

Así que, miniña, confórmate con estas palabras hasta que también tengas el privilegio de pisar esta tierra sagrada.