Encanto y desencanto parte 2
Buenos días con todos y con todas.
“Con” y no “a”, como dando los buenos días al grupo - en calidad de colectivo - y no a los distintos componentes - en calidad de individuos.
Cuando preguntamos a un “tú” nos responden siempre con un “nosotros”:
- ¿Y usted qué hace?
- Nosotros trabajamos todos en la finca.
- ¿Y desde hace cuánto tiempo que vives acá?
- Vivimos acá desde hace siempre.
Cuando no entienden lo que se les dice, preguntan “¿mande?”, y cuando les das las gracias responden “a la orden”.
No hace falta ser expertxs en sociolingüística para encontrar en estas expresiones el legado de la cosmovisión amazónica por un lado, y el colonialismo por el otro, en un paradoso lingüístico y cultural que se encarna en lo cotidiano: el “nosotros” comunitario conviviendo con el “usted” colonial, el saludo colectivo y la respuesta subordinada.
Un singular yin y yang amazónico, donde la contradicción ya es costumbre.
Sábado 14 de junio, 6:00 de la mañana, ya ha amanecido pero grandes nubes grises oscurecen el día que apenas comienza. Con Silvia y Davide decidimos dejar Lago Agrio —que en ese momento sufre un violento vertido de lluvia— para dirigirnos unos cincuenta kilómetros al este, a Aguanegras, y adentrarnos en la reserva natural del río Cuyabeno.
En el bus que nos lleva desde el Terminal Terrestre de Lago hasta el punto de encuentro con nuestra guía, conocemos a Julio Melo, un hombre de edad indescifrable y con un ojo lechoso azul-blanco que dificulta sostenerle la mirada; nos pregunta adónde vamos y resulta ser amigo íntimo de Benito, el hombre que nos espera en el malecón, y que el día anterior justo le había contado sobre lxs visitantes que hospedaría en su comunidad durante el fin de semana.
Julio Melo nos toma bajo su ala, será él quien nos avise cuándo bajar —ya que no hay paradas oficiales, el bus recoge y deja a la gente donde lo necesitan; llegamos a Aguanegras y, puntual—remontando el río en la lancha—llega nuestro Benito: a pesar del nombre poco simpático a los oídos, con una sonrisa genuina adornada con incrustaciones de oro (probablemente un indicador de su estatus en la comunidad), se gana nuestra benevolencia.
Por más de una hora esperamos pacientemente a que Benito vaya a Tarapoa a abastecerse de comida y gasolina; durante ese tiempo, una familia de unas diez personas espera un bus que quién sabe si y cuándo pasará; observamos las dinámicas que emergen ante nuestros ojos: son las nueve de la mañana, están bebiendo un licor que debe parecerse a la grappa, a juzgar por el color y el olor que llega hasta nosotrxs. Yo aún tengo el sabor del café en la boca, pero Silvia y Davide aceptan probarlo, conteniendo con esfuerzo una expresión de disgusto.
Los minutos pasan y el grado de embriaguez de nuestrxs compañerxs de espera aumenta; fuman infinitos cigarrillos, empiezan a tambalearse y a farfullar, algunos se pelean, hay un niño pequeñísimo que, mientras sus padres tragan copa tras copa, no hace más que llevarse porquerías a la boca; una señora parece estar siendo molestada por uno de ellos borracho perdido, pero mezclan español con lengua siona y no consigo captar lo que se dicen. En cualquier caso, no puedo hacer nada, no puedo intervenir, ni podria siquiera juzgar: soy solo una huésped, una espectadora; durante la formación nos advirtieron que a menudo nos sentiríamos impotentes, y que sobre todo no deberíamos intentar ser heroínas.
También en la formación, habíamos reelaborado temas como colonialismo y neocolonialismo, cambio climático, justicia restaurativa y otras cuestiones claves de la cooperación internacional en pequeñas piezas de teatro social, y a mi grupo le tocó representar precisamente la devastación del territorio amazónico y la degeneración que sufren los pueblos indígenas por la introducción del alcohol y, en general, de usos y costumbres occidentales.
Siento el peso de Europa sobre mis hombros, confieso a Silvia y Davide sentadxs a mi lado.
Siento el peso del paso grave con el que hemos pisado —no sé qué hacer con la triste herencia dejada por conquistadores y evangelizadores: aquí tienen nuestros mismos teléfonos móviles pero no nuestro mismo desarrollo tecnológico, llevan nuestras mismas Nike en los pies pero no tienen nuestras mismas oportunidades en las manos.
Esta paradoja pronto genera otra: la risa provocada por alguien borracho que da espectáculo, de repente se convierte en lágrimas de desaliento, esas que siguen solo a una terrible toma de conciencia.
No puedo ver con ligereza lo que estoy presenciando, no puedo engañarme contando que es un momento recreativo: son las nueve de la mañana y frente a mí hay una familia entera de alcohólicxs. Me contaban —antes de perderse en los humos del alcohol— que venían de una asamblea en la que habían ido a reclamar algún derecho ignorado; llevan ropa raída y pocos dientes cada unx; lejos de emitir un juicio sobre qué es la felicidad, pero no creo que esas personas fuesen felices celebrando ahí la vida con un vasito.
¿Percibo su desesperación o solo la estoy suponiendo?
Me alejo a refrescar mis pensamientos como puedo bajo el sol abrasador, y mientras tanto vuelve Benito a poner fin a mi agonía; subimos a su lancha y le ayudamos a cargar las provisiones de comida y gasolina para los días venideros, el viaje por el río dura cerca de hora y media hasta la comunidad de San Victoriano, y la fascinante navegación del río Agua Negras logra calmar mi tormento interior.
Llegadxs al destino, nuestro tayta nos presenta a su familia y, mientras acomodamos el equipaje en la cabaña reservada para pasar la noche, nos cocinan linguine dignas de un restaurante italiano. Si lo hacen para impresionarnos, no lo sabemos —están bastante inhibidxs con nosotrxs—, pero logramos sacarle una sonrisa felicitándolxs por la calidad del plato.
¿Quién se habría imaginado comer pasta en el corazón de la Amazonía ecuatoriana? Nos sentimos desubicadxs por esta incongruencia que desmorona todas las narrativas romantizadas por décadas de aproximación literaria y cinematográfica de la cultura pop. Como si no fuera suficiente, desmiente el momento la hija de Benito, una joven de veintitrés años casada con un hombre de una comunidad en la otra orilla del río; a la pregunta de cómo se conocieron, responde: en Tinder.
Por la tarde salimos a la laguna a ver delfines rosas y a pescar pirañas, saboreando un poco de aventura al gusto cliché. De hecho, esta situación no hace más que remarcar nuestra extrañeza ante ese lugar, nuestra occidentalidad y nuestra ineptitud para pescar. En cualquier caso, logramos llevarnos un botín suficiente para alimentar a todxs, y el regreso en lancha bajo el cielo estrellado, aun con una infinidad de mosquitos aplastados en nuestros rostros sudados, es un viaje de cuento de hadas.
A la mañana siguiente, tras prepararnos para desayunar un tigrillo de tamaño inmoderado, Benito se retira a su cabaña y vuelve vestido con la túnica tradicional azul de los Siona —completada con la doble banda en el pecho, otro símbolo de su estatus— y, remangándose los jeans hasta las rodillas para ocultarlos bajo el vestido, nos comunica con cierta solemnidad que nos llevará a conocer Puerto Bolívar, el asentamiento más grande de la zona.
Subimos de nuevo a su bólido acuático —ahora manejado con destreza por su hijo de catorce años— recorremos un tramo corto a pie por la selva y llegamos a Puerto Bolívar; Benito nos muestra orgulloso la escuela y los huertos de un proyecto tipo granja‑escuela instalados por la Udapt, y el paseo termina en una pequeña estructura deportiva donde se iba a celebrar una asamblea. No se trataba propiamente de una reunión: un joven de la comunidad había organizado un curso no oficial para guías, caseras y chamanes —las figuras clave del turismo comunitario— sobre cómo recibir a lxs turistas, declamando una especie de protocolo escrito de su propia autoría para domar ciertas maneras que él calificó como imperdonablemente salvajes. Para mí, Silvia y Davide fue como recibir un pase VIP para ver los bastidores: descubrimos el tejemaneje de toda esa romanticización mencionada. Nos resulta bastante extraño constatar que las reglas del capitalismo, al menos en parte, rigen también aquí: el formador tiene una retórica de empresario que promueve los negocios a costa de esa autenticidad tan buscada por nosotrxs, europexs, al viajar a este continente.
Otro golpe contundente: la realidad nos aplasta bajo el peso de las expectativas inútiles que nos creamos.
El regreso a Lago es dolceamaro: tenemos que esperar el bus más de dos horas en una carretera desolada pero, justo cuando comienza a oscurecer y empezamos a barajar la idea hilarante de tener que montar la tienda por aquí para pasar la noche, aparece la figura mística: de la densa vegetación surge un vehículo de Putumayo que —a toda velocidad— nos recoge casi sin detenerse. La compañía Putumayo aquí es famosa por la conducción arriesgada de sus choferes, pero esta vez no tenemos elección, y, no sin invocar alguna divinidad de la selva, subimos al colorido carro volante amazónico que nos devuelve a lo que la Lonely Planet llama, en cambio, un lugar gris (Lago Agrio).
Claro, comparado con la jungla y los buses que transitan por estas zonas, es un poco gris.
Pero poco a poco se está convirtiendo en casa.
En casa —precisamente— reflexiono largo sobre la experiencia vivida, devanándome el cerebro para encontrar respuestas sobre los límites de la apropiación cultural… y retorciéndome del dolor por la intoxicación alimentaria que me provocaron las pirañas.
No comía animales desde hacía cinco años.
De todo se aprende. Y se aprende de todo.


