Extracto de un Risogno: transhumar la nostalgia

Es extraño sentir la “normalidad”. Extraña palabra y aún más extraña sensación.
¿Un oxímoron, verdad? Por definición, lo normal no es extraño, y viceversa.
Pero ese tipo de definiciones, por lo general, se las dejo a los diccionarios.

Hoy amasé unas pizzas, mañana un chico nos ha invitado a comerlas en su casa, y todxs aceptamos encantadxs porque no tenemos horno y no conocemos a mucha gente aquí que tenga uno para gorronear de vez en cuando.
Esta acción de amasar me recordó a la llamada normalidad, me recordó a casa, no como un concepto claramente localizado, sino como un concepto muy amplio en el que, sin embargo, entran los mismos pocos elementos que se han repetido en los lugares donde efectivamente me he sentido en casa.
Amasar.
Pegar fotos en las paredes de mi cuarto – como buena stronza me fuí sin ellas, así que las estoy mandando a imprimir aquí: doy por fracasado el auto-sabotaje.
Quedarse mucho tiempo sentadxs a la mesa después de cenar. Pelear por quién lava los platos.
Me estoy dejando embaucar por estos gestos
hogareños, cediendo a la tentación de sentirme en casa también aquí.
Temía que, al permitirme hacerlo una vez más –
concederle a un lugar un pedacito de mi corazón – me quedara menos espacio para lo que ya estaba allí ocupándolo.
Pero en este caso no funciona como en la teoría de Berni: en la vida, tarde o temprano, habrá que cerrar la puerta – sold out, lo siento, aforo completo –, habrá que elegir a las personas a quienes dedicar tiempo y energía, mientras que con el corazón es diferente: el corazón es como el universo, está en constante expansión.


Hoy he amasado, y en general estoy cocinando mucho para la gente de aquí: en mi inconsciente lo estoy haciendo también para ti – cocinar forma parte de mi lenguaje del amor – es un gesto que no puedo dirigirte y entonces lo expreso como puedo, porque quiero seguir expresando esa parte de mí.

Echarse de menos es una sensación compleja (incluso para quien, como tú, admirablemente practica la sencillez): es sentir la presencia abrumadora de la ausencia de alguien, pero también sentir un vacío por dentro, una pérdida de consistencia, por la desaparición temporal de una parte de nosotrxs.
De lo que somos cuando estamos con esa persona, de una de las máscaras entre las muchas que nos ponemos.
No es una teoría mía ni de Berni, ya lo escribió Pirandello hace más de un siglo.
Te echo de menos. Y echo de menos a esa Ali.

La ausencia es un sitio hostil donde hace frío y no llevaste la ropa adecuada.
Entonces empiezas a ponerte encima todo lo que tienes, hasta tener suficientes capas para soportarlo, y aunque no sean las prendas técnicas de Decathlon que te hacen sentir cómoda y chula a la vez, al menos te mantienen calentita y poco importa si pareces una bola de pelo.

No es fácil echarse de menos desde el Norte al Sur global, no es fácil saber que todxs tus amigxs irán a festivales, a la playa, a hacer aperitivo, a los rituales de iniciación chamánica a los que querías tanto asistir, mientras tú estás combatiendo contra una multinacional de día y contra los mosquitos de noche, pedaleando en el barro para ir al trabajo porque las carreteras no están todas asfaltadas, pensando que te estás perdiendo lo imperdible por haberte ilusionado con que ibas a salvar el mundo o a salvarte a ti misma, lo más lejos posible de todo lo conocido.

La nostalgia educa.
Te hace girarte a mirar atrás: barre la niebla y hace visible el camino recorrido.
E ilumina el camino por venir.
Te hace aceptar la existencia incluso de esas cosas que no son como tú querrías.
La nostalgia es un ejercicio de paciencia.
Paciencia para cambiar la unidad de medida y volver a aprender a medir.
Paciencia para sembrar y esperar,
y mientras tanto, transhumar
de una estación interior a otra.

Y transhumar juntxs, con quien te espera,
                                  con la misma paciencia,

                                                                                                                             allá en el Norte.