Fragmentos gringos

Somos la sociedad ideal, exclama Piyumi mientras llega a la terraza con dos gin tonics servidos en copas de Martini robadas en una discoteca de Tena el pasado fin de semana.

Somos la sociedad ideal porque somos seis y nos repartimos las tareas de manera impecable: yo pico, tú cocinas, ella escurre la pasta, una hace la compra, otra lava los platos, y otra más prepara los gin tonics; cuatro de seis declararon desde el principio sufrir un leve trastorno obsesivo-compulsivo y haber sido siempre las fastidiosas del orden y la limpieza en sus respectivos pisos: aquí nos hemos encontrado y por eso vivimos el idilio jamás experimentado antes de una familia Mulino Bianco.

Siempre hay música de fondo: incluso en eso coincidimos bastante, aunque a mí, en cierto punto, el reguetón me da náuseas; tendré que acostumbrarme porque es lo que hay, lo ponen a todo volumen en los taxis, frente a las tiendas, en todas partes.

Una cosa que me sorprende mucho mientras camino por las calles del centro, yendo o volviendo del trabajo —uno de los pocos trayectos y momentos del día en que se considera seguro caminar sola— es que los carteles publicitarios por ahí muestran siempre caras occidentales, blancas y sonrientes, mientras que los rostros reales con los que cruzo la mirada son todos de alguna tonalidad más oscura —evidentemente— y bastante agrios; nadie sonríe de verdad, y si devuelven tu sonrisa, lo hacen con dificultad, como si tuvieran paralizados los músculos faciales de la felicidad.

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En la mesa, sale un discurso algo colonialista: al final somos gringas y nunca nos quitaremos de encima ese calificativo, porque significaría arrancarnos la piel. El término “gringo” tiene una etimología incierta: podría ser una deformación de la palabra griego, utilizada para referirse genéricamente al extranjero que habla un idioma incomprensible —el inglés—, o podría derivar de green coat (abrigo verde), por los uniformes de los soldados estadounidenses durante la guerra entre México y EE. UU. a mediados del siglo XIX.

En 2025, ser gringas no significa llevar un abrigo verde o hablar inglés: aquí no vestimos como en Europa —porque parece que aquí no se da tanta importancia a la ropa—, hablamos español con fluidez, nos adaptamos al café soluble, intentamos camuflarnos lo más posible, pero no pasamos desapercibidas ni a kilómetros de distancia. Recuerdo cuando Chakra me contaba cómo se sentía constantemente observado en Barcelona —que además es una ciudad cosmopolita, llena de latinos y gente de todos los colores— y me advertía que me pasaría lo mismo aquí, además a una chica como tú. Por suerte, no estoy sola: seremos al menos quince gringxs en todo Lago y nos movemos a menudo en grupo, dadas todas las advertencias que nos hicieron antes de partir.

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He montado mi baldaquino en la cama, ahora mi habitación ya no es la del amor sino la de la zarina, aunque en realidad era una costumbre más propia de las cortes francesas del Renacimiento.

Obviamente no se trata de un verdadero baldaquino, sino de una mosquitera del Decathlon que envuelve mi humilde lecho, porque estoy aterrada por el Dengue Dengue Dengue y, al parecer, mi carne es el manjar predilecto de los mosquitos del mundo entero.
Además de esta mejora, he puesto unas cortinas violetas bastante kitsch, una planta que he llamado Jefferson en honor a nuestro taxista-papi de confianza, y un pequeño mueble con tres estantes donde colocar libros y varios objetos que, aunque me prometí no hacerlo, seguramente acumularé a lo largo de este año.

Habitar un nuevo espacio no me desestabiliza tanto en este momento: creo que sufrí mucho más la mudanza que hice a principios de año en Barcelona que este magistral desplazamiento; la mudanza del Bunker al Castillo Wellington me generó una buena dosis de estrés, proporcional a la cantidad de cosas que tuve que trasladar de un piso a otro. La readaptación fue más compleja de lo esperado, al tener que enfrentarme con un insospechado sentimiento de soledad y extrañamiento.

Aquí, en cambio, siento que he vuelto un poco a la universidad, en ciertos aspectos, y un poco al Erasmus, en otros. Hemos entrado en una casa nueva, comenzando juntas esta experiencia que marcará nuestras vidas, compartimos prácticamente la misma euforia y curiosidad, pero también los mismos miedos y carencias, por lo que nos entendemos sin demasiado esfuerzo.