Novedades desde las nubes del Ecuador

El verdadero amor es aceptar lo que una te pueda ofrecer.

Sin pedir más o sin pedir que sea otra cosa.

Tú tan abril

Yo tan septiembre

Tú, flores y primavera

Yo, ocaso del verano

Tú hacia fuera

Yo hacia dentro

Tú amaneces

Yo atardezco

Y en el horizonte

Nos hallamos.

Yo tierra

Tú fuego

Y juntas, volcán.

Viernes por la noche salimos de casa cantando que no hay que llorar, que la vida es un carnaval, y sí, es verdad que las penas se van cantando, y quizás ni siquiera haga falta ser artistas profesionales.

Hacía dos meses que no viajábamos las seis juntas, por lo que estamos entusiasmadas y más eskandalosas de lo habitual; Silvi sostiene que pasamos ya tanto tiempo juntas – sin ningún tipo de filtro ni inhibición – en nuestra casa amazónica de fate ignoranti (de la película homónima de F. Ozpetek), que cuando nos exponemos al mundo exterior debemos de parecer un grupito de criaturas extrañas y exaltadas, con mil colores encima y mil cosas colgando de las mochilas.

Viajamos hacia la sierra, con el propósito de escalar el volcán Imbabura, llamado Tayta (padre, en kichwa): aquí cada volcán tiene sexo (¿o género? En cualquier caso, es un país muy binarista), un alma y una historia. Antes que padre, madre, hijo o hija, cada montaña es un apus, es decir, un espíritu protector, guardián del agua, la fertilidad y los ciclos vitales; en la cosmovisión andina, de hecho, la naturaleza no es solamente un conjunto de recursos, sino una familia de seres vivos y conscientes.

Dicen que el Tayta Imbabura era un mujeriego – me recuerda a Zeus en la mitología griega –, pero que al final amó profundamente a la Mama Cotacachi, que se yergue frente a él, al otro lado del valle.

https://www.youtube.com/watch?v=H29zQUwyetQ

A pesar de haber nacido en una zona de (baja) montaña, nunca conocí el montañismo; creo que en mis tierras, allá en Basilicata, hay muchas prácticas y montañas silenciadas, pero esa es otra historia de femminismo terrone (Fauzia, C. y Amenta, V. Femminismo terrone. Per un'alleanza dei margini. Edizioni Tlon, 2024).

Agosto fue un mes emocionalmente difícil – ¿solo agosto, Alice? ¿O más difícil? ¿Más difícil que cuándo, que qué? –, así que decidí entregarme a la tierra y a las nubes.

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A las ocho de la mañana del sábado llegamos al terminal terrestre de Ibarra después del enésimo y larguísimo viaje en bus; nos regalamos el desayuno “Copenhague”: un cappuccino espumoso y cheesecakes sofisticadas en lo que tiene toda la pinta de una cafetería de metrópoli europea, desentonando vistosamente con los estándares del Oriente salvaje (y con nosotrxs, ya acostumbradxs a salir en chanclas y a la comida-basura en la calle), y por lo tanto desatando nuestro humor más imbécil y nuestra autoironía más tierna.

Llevamos nuestros culazos y equipajes a casa de Tania y Sere que, una vez más, nos reciben en su hogar ibarreño; además de culazos y equipajes, les llevamos también flores, que sabemos son un regalo apreciado. ¿Cómo pueden no gustar las flores? Durante mucho tiempo pensé que eran inútiles, o mejor dicho, que eran sin duda más útiles dejadas en la naturaleza. Luego empecé a buscar el compromiso entre mis convicciones políticas y mi vulnerabilidad, entre el ambientalismo y el romanticismo, entre el pensar y el sentir. Y hace años, una profesora peruana de la UAB me reveló el concepto – todo latinoamericano – del sentipensar.

Algunas de esas flores las ofrecimos luego en don al volcán, en un pequeño rito al inicio de la subida, para pedirle el permiso de acercarnos al cielo.

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Pasamos el sábado en un valle de ensueño que lleva el nombre de La Rinconada, con la intención de chillear, pero terminando por adentrarnos en un bosque encantado bajo la guía de la señora Carmen-sangre caliente y de su nieto Jerónimo – de sesenta y once años respectivamente – que nos arrastran a una excursión aventurera entre arroyos y cascadas.

A la mañana siguiente, debidamente equipadas y descansadas (unas más equipadas y otras más descansadas, pero compensándonos mutuamente como siempre), salimos de casa hacia las cinco – como corresponde en estas circunstancias, he aprendido. Salimos justo a tiempo para ver un mágico crepúsculo lunar [pensé que quizás tú habías visto una puesta de luna igual de hermosa, siete horas antes que yo, y tal vez también a ti se te vino a la mente una ninfa lejana], y para recoger a lo que sería el espíritu guía de nuestra empresa: un dulce perrito que llegaría a la cima con nosotras, ganándose el epíteto de Manuel/Manolo Imbabura.

Caminamos durante ocho horas hasta una de las cumbres más místicas de Ecuador, a 4480 metros de altitud; [te hablaba de vacío y saturación hace unos días, y allí cobraron un significado completamente distinto. El vacío alrededor, la saturación dentro]. No tuve miedo ni un instante. Me sentí tierra firme suspendida en el aire. Cuanto más subía, más trepaba, más saboreaba la adrenalina, más todo a mi alrededor se volvía blanco y más sentía que levitaba.
[Quería pedirte perdón por mi terrenalidad, luego me di cuenta de que también la tierra se eleva hasta el cielo. Soy tierra y soy cielo: y en el subsuelo, solo para bailar la Dub].