Quien busca, encuentra

Mis pensamientos oscilan entre “¿dónde coño me metí?” y “quiero un porrito”.


La computadora recalentada sobre mis piernas aumenta mi temperatura corporal, que ya está bastante alta, y la única superficie cómoda para sentarme en esta casa es mi cama. Pero no tiene cabecera, y la almohada que tengo es de esas exageradamente blandas, insoportables. Para mí, la almohada tiene que ser baja y bastante dura.

Al escribir esto, me doy cuenta de que cada vez me parezco más a mi madre.
La almohada, la pasta. Somos iguales, de adultas.
O mejor dicho, ahora reconozco esta semejanza, porque ya somos las dos adultas; nada excluye que ella, de niña, o adolescente, o hasta los veintisiete años – a estas alturas – ya hubiese sido como yo.

Tengo que acostumbrarme a este fenómeno extraño: son las seis de la tarde, ya oscureció, pero sigue haciendo calor.
Vi la puesta del sol desde la terraza de doña Giovanna (se empeña en italianizar su nombre): no será nada del otro mundo, pero es un lindo detalle para los estándares de este lugar.
Lago Agrio. Sour Lake. Literalmente, la traducción del inglés, desde Texas hasta Ecuador, un sitio nacido hace unos cincuenta años por la exploración petrolera de una multinacional estadounidense.
Con razón es un lugar raro, tía, ¿pero en qué demonios me metí?

Mentiría si dijera que vi la puesta del sol: estaba leyendo Teoría King Kong de Virginie Despentes y me la perdí.
Sí, así soy. En ese momento, me pareció más importante esa lectura extraordinaria que una puesta de sol... ordinaria.
Me voy a permitir ser sacrílega, para alguien, pero como bien me enseñó el libro mencionado, me importa un carajo el código, la opinión general, y hasta las puestas de sol.

Aquí todo es muy distinto, aunque todo siga igual.
Yo, por ejemplo, sigo siendo igual a mí misma, porque llevo apenas una semana aquí y aún visto mi vestido blanco europeo.
En algún momento, el vestido se gastará, me desnudaré y me pondré otras prendas: como bien decía Chakra en una de las cartas más hermosas que me hayan escrito, estoy diciendo adiós a una yo que no va a volver.
¿Y esa nueva? ¿Cómo será? ¿A quién le caerá bien?
¿Cabe también la posibilidad de que no cambie nada? El cambio es constante, pero no siempre tiene el mismo ritmo.
He cambiado tanto en los últimos dos años que no soy capaz de imaginar qué más cambiará, ni cómo.
Pero un año, quizás, sea un tiempo lo suficientemente largo incluso para un ritmo lo suficientemente lento.

Volví a hacer yoga, después de dos semanas de atrofia: me cambié de continente sin mover un dedo. Hoy siento mi cuerpo por fin usado, y es una linda sensación.
Inevitablemente pienso en Chakra, le escribí, nadie es comparable contigo. Romántica empedernida.

Boletín del día 7: ya terminé la lectura en papel más prometedora que me traje, ya confirmé que el libro sobre sexo y muerte que me regaló Dani – de la preciosa colección de su padre – es demasiado científico para mi gusto, y otros tres o cuatro libros que tengo conmigo serían relecturas (algo que nunca hago, pero que pensé en intentar aquí). Tendré que recurrir a ese aparato raro que me conseguí especialmente para la ocasión, es decir, el eReader.
Aquí al lado tengo también la guía de Lonely Planet sobre Ecuador y Galápagos, pero todavía no me dan ganas de planear ningún viaje.

Aquí en Lago la gente es rara: todxs parecen amargadxs y dolientes. Tal vez lo sean, además de parecerlo, y quizás tengan buenas razones para estarlo, dada la historia de este lugar y de toda América Latina.
Es como si pudiera leer la ofensa recibida en sus rostros sin sonrisa, desde los tiempos de Cristóbal Colón; luego me digo que, en realidad, estoy proyectando, que quizás no todo el mundo tenga conciencia de clase, memoria colectiva...
El tipo desdentado en la esquina de la cancha de fútbol, por donde paso todos los días para ir al trabajo y que me silba, quizás tenga en sus rasgos la herencia dolorosa de la colonización, pero sigue siendo un imbécil.

Por ahora, al séptimo u octavo día (yoquesé, es el jat-lag), persiste un estado de euforia; cuando poco a poco se despegue la capa de novedad con la rutina, quedará claramente expuesta la triste peculiaridad de esta ciudad amazónica.
Espero darme cuenta solo cuando sea el momento de irme.
Sigo convencida, sin embargo, de que es justo que esté aquí.
No en Barcelona, no en Italia, sino aquí, en este punto del planeta, no menos insignificante que otros. Solo más desgraciado.
Y a veces me gusta jugar con fuego, porque, en el fondo, aunque tenga una cierta tendencia al mal humor, reconozco que soy una afortunada.
De ahí nace la paradoja del mundo de la cooperación internacional, de la que me hablaban mis compas más experimentadxs al comienzo de esta travesía: ¿no será que nos entretenemos socavando nuestros privilegios solo para comprobar, ante nosotrxs mismxs, su solidez?

En una carta que le escribí a Dani hace unos días, le decía que vine aquí buscando algo, aunque no sé qué.
No busco nada en particular, pero al buscar... siempre se encuentra algo.