Ser feministas europeas en Latinoamérica

Me duermo cada día con el estruendo de la lluvia copiosa que golpea ruidosamente los techos de plancha del vecindario.
El agua lluvia, como la llaman aquí, llega puntual después del canto de los gallos —y yo que pensaba que cantaban solo al amanecer— y de los ladridos de los muchos perros callejeros, que por alguna extraña razón cósmica comienzan aullando al unísono más o menos a la misma hora cada noche.


Noche, bueno, digamos: todo ese pequeño concierto empieza alrededor de las diez y media u once, la hora en la que en España solía cenar; aquí los días comienzan antes y, en consecuencia, terminan antes: hay exactamente doce horas de luz y doce de oscuridad todo el año —no por nada estamos sobre la línea ecuatorial—, en Lago Agrio hay toque de queda desde enero y estoy experimentando una vida casi monástica que no vivía desde los tiempos del instituto.

Hoy hago algo revolucionario: camino por la calle con música en los audífonos; rompo, todas juntas, varias reglas que me habían sido impuestas, pero he decidido que no voy a vivir con el miedo durante un año entero aquí. La lectura muy reciente de Teoría King Kong seguramente jugó un papel determinante en tomar esta decisión: me infundió esa dosis justa de rabia que alimenta el coraje.

“Las calles también son nuestras”, reza un conocido coro feminista que gritamos a viva voz durante las protestas, para afirmar sobre todo nuestro derecho a la noche, a salir solas, cuando queramos, donde queramos y vestidas como queramos, y sí, incluso a riesgo de ponernos en peligro, porque reivindicar un derecho a veces también implica correr ciertos riesgos.
Naturalmente, creo que es muy distinto correr un riesgo por inconsciencia o hacerlo con plena conciencia del porqué, del cómo, y evaluando siempre las circunstancias. Dicho entre nosotrxs, de todos modos, pienso que cada quien debe actuar como mejor le parezca, y quizás ni siquiera condeno la inconsciencia ocasional.
Por eso no creo en las reglas a priori ni defiendo ningún absolutismo.


Una de las cosas que más me llenan en la vida es pasear escuchando música en los auriculares, junto a esa sensación de empoderamiento que nace de la práctica feminista: así hasta Lago Agrio acaba pareciéndome un lugar bonito.

Unos días después

Ocurre que el chico del catcalling cotidiano en la esquina entre la Avenida Quito, la Petrolera y la Circunvalación se me acerca para preguntarme —sinceramente sorprendido— por qué estoy tan picada. Reacciono de una manera que me sorprende incluso a mí: decido no seguir de largo ni despacharlo con una respuesta tajante, sino —con una cantidad de paciencia que no sabía que tenía— empiezo a explicarle tranquilamente los motivos por los que lo que está haciendo está mal, conmigo y con todas las mujeres que estará molestando.
Intuyo su falta de educación no solo porque trabaja de limpiavidrios en el semáforo o por las pocas palabras que me dirige, sino por su lenguaje corporal: por primera vez lo observo de cerca y es cuando la rabia deja espacio a la indulgencia.
Es joven pero debe haber vivido alguna experiencia traumática que lo hizo envejecer rápido, me escucha absorto —o al menos eso parece— mientras con términos y conceptos muy simples trato de darle una pequeña clase de feminismo callejero.
Encuentro estimulante este ejercicio de simplificación, salir de mis esquemas, de mis argumentaciones complejas, de las disquisiciones académicas, de mi inútil carrera en estudios de género, de los ensayos y las retóricas del feminismo blanco europeo; sabía que, al llegar aquí, tendría que cerrar un ojo y a veces los dos, no para volverme ciega ante el machismo, sino para aprender a usar los otros sentidos que tengo a mi disposición: que quede claro, esta expresión es un intento de poetizar una necesidad.

La necesidad en cuestión es la de adquirir la capacidad de contextualizar, para no sentirnos frustradxs pero sobre todo para no quedarnos atrapadxs en nuestras propias teorías, que aquí pierden su validez, porque no tiene sentido intentar vender libros sin antes enseñar a leer, no tiene sentido la teoría sin la práctica.
Y en la práctica, tal vez aquí comprenda de verdad lo que significa la palabra interseccionalidad.

Mi pequeña lección dura poco y surte efecto. Termino estrechándole la mano:
—Encantada, me llamo Alice. Ahora sí me puedes saludar.
—Un gusto, mi nombre es Kevin.

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