Últimas memorias desde Abya Yala*
Se va la señal mientras intento responder a tus últimos mensajes.
Se va la señal en mi último viaje ecuatoriano de vuelta, porque el próximo será solo de ida: hacia Quito, para luego despegar en avión, despidiéndome de este lugar.
Por primera vez pienso: no sé si volveré algún día. Por primera vez pienso que quizá no me importa, que no me he encariñado tanto, que no sufriré tristeza ni nostalgia. (spoiler: no es verdad).
No voy a extrañar algo que no me pertenece. La selva no me pertenece. Y la selva no se echa de menos: la selva da miedo, y la vida dentro de ella es despiadada.
A decir verdad, ni a las personas podemos echarlas de menos, por la misma razón: no nos pertenecen. Quizá podría echar de menos una pierna si, por desgracia, la perdiera, asumiendo que un cuerpo es algo "entero".
En estos meses atrás te eché de menos como si fueras mi pierna amputada y sangrante. Pero no lo eres. Entonces no sé qué es eso que sentimos cuando echamos de menos a alguien. Y sí duele.
Echaré de menos a mi familia de aquí como si me cortaran los cinco dedos de una mano; pero creo que una aprende a convivir con los recuerdos y a aceptar que todo lo intenso es intrínsecamente irrepetible.
Así que la existencia podría resumirse como un ejercicio constante de memoria, porque es lo único que realmente nos pertenece: no las personas, sino los recuerdos de ellas y con ellas.
Sé que no tienes ganas de volver a correr, sino más bien de estirarte desde donde estás, hacer stretching, extenderte lo más posible como Rubber de One Piece, ese personaje que tanto te gusta.
Por un momento me apropié de un recuerdo tuyo que me compartiste, cuando te echaste a correr para largarte de una vida que ya no te cabía, y por un momento temblé. Luego reconocí mi ridiculez y mi dramatismo. No esta vez, no ahora, no todavía.
Te enseñé esa foto de ayer en la cual salgo ridícula como ejercicio para verme ridícula y gustarme así; como ejercicio para dejar de querer ser o salir siempre guapa, porque no lo soy, nadie lo es, y la obsesión por la belleza es uno de los cánceres del mundo. Prefiero ser despreocupadamente payasa que preocuparme por tener más canas que ganas en la vida.
Dejar ir, dejar ir, soltar. Me repito: esta tenía que ser la lección. Y lo será; porque, a pesar del profe, lo que aprendemos es lo que estamos dispuestas a aprender.
¿Qué he soltado? ¿Esa tendencia mía a querer controlar las cosas? No vine aquí a darme cuenta de que el mundo no es como me gustaría. Vine a darme cuenta de que no siempre puedo cambiarlo todo. Que soy minúscula ante la inmensidad de la selva amazónica, de los Andes, del océano. Que somos minúsculxs, en general.
En verdad ya lo sabía, pero es distinto saberlo y sentirlo. Hay cosas que se saben sin sentirlas, y cosas que se sienten sin saberlas. Hay cosas que se aprenden del “sentir” ajeno y otras del “sentir” propio: en el primer caso se llama conocimiento, en el segundo sabiduría. Sentir es vivir. Una persona sabia es alguien que ha vivido, no solo que ha escuchado o leído.
Siempre he escuchado y leído mucho, y en algún momento he empezado a vivir con la misma pasión que le tenía a las voces y a los libros.
En fin: aquí aprendí sintiendo.
Sintiéndome en el estruendo de las noches de lluvia interminable y en el silencio del tiempo en vacío, inmóvil, como esas cosas que se empaquetan dentro de un plástico sin aire. Sintiéndome en el miedo que transcurría lento mientras mis pensamientos corrían rápidos hacia un lugar lejos pero sin llegar a ningún lugar.
Pero no sé qué aprendí. También soy de las que reivindican que no hace falta aprender siempre algo: vivir, en sí mismo, es aprender, y no hace falta explicitar nada más.
Aprendí. ¿Qué? No importa.
Aprendí a seguir viva, a seguir adelante. Eso que no dejamos de hacer hasta que morimos: seguir viviendo, junto al dolor y la rabia y la tristeza y a ese gran abanico de emociones de las que no sabemos nombrar más de cinco o seis.
El ser humano mueve sus coordenadas afuera para cambiarlas también adentro. Y quizá afuera parezca todo igual, pero mientras tanto hemos encontrado un nuevo lugar interior desde el cual asomarnos al mundo. Ese es, creo, el cambio que deseamos encarnar.
Nunca había visto tantas mariposas como aquí. Pensaba que solo tú podías verlas; casi llegué a creer que las dibujabas tú, que nacían de tus ojos verdes para luego tomar mil colores distintos, y que apenas tenías tiempo de mostrarme alguna antes de que desapareciera en el viento.
La verdad es que sigo creyéndolo: que, desde donde estás, liberas mariposas de las fantasías más hermosas; que las envías a volar lejos, como mensajeras que vienen a buscarme, como pequeños espíritus protectores que me acompañan en este largo viaje.
Un viaje “mío”, pero que siento también “nuestro”: porque te pedí que te quedaras a mi lado, y aceptaste. Y lo hiciste de la manera increíble en que sabes hacer las cosas.
Amor valiente.
Amor valiente por aceptar el pacto con mi locura, que a mí no me parece gran cosa porque es la mía.
La locura de lxs demás siempre es más loca o más perdonable.
Vuelvo a leer a Virginie Despentes, esta vez en su libro “Querido Capullo”.
Me endurezco —como solo puede endurecerme su escritura— pero, en cuanto levanto la mirada, me cruzo con los ojos pequeños y profundos de un niño apoyado en el hombro de su madre, y me enternezco hasta las lágrimas.
¿Seré madre? Y si sí, ¿seré la madre que deseo ser?
Espanto esos pensamientos, me digo que no es el momento: ni para esos pensamientos ni para ser madre, aunque las hormonas que tengo en circulación a esta edad digan lo contrario.
De mis meses en la Amazonía recordaré también este deseo maternal tan impetuoso: una mezcla letal de factores biológicos, decenas de niños siempre alrededor, y un enamoramiento tonto todavía más vivo que nunca.
*Abya Yala es el término con el que muchos pueblos indígenas de América Latina nombran al continente americano; en el feminismo decolonial, el uso del nombre Abya Yala es un acto de reparación simbólica e identitaria.



